Todo cambia. Como decía Heráclito “no podemos bañarnos dos veces en el mismo río”. Cuando volvemos al río a bañarnos por segunda vez sus aguas ya son otras, están renovadas, se han transformado, ya no es el mismo río.
El cambio es perpetuo. Nadie puede resistirse al cambio. Resistirse al cambio es como resistirse al paso del tiempo, una batalla perdida de antemano.
Siempre estamos cambiando, mutando silenciosamente, aunque no lo escuchemos. Cambiar es inevitable. El cambio es la esencia de las cosas, de nosotros, del universo ¿o será al revés? Que la esencia es la que permanece inalterable.
¿Dónde está nuestra esencia, nuestro ser? ¿En eso que permanece a pesar del cambio o en el cambio permanente? ¿Dónde estamos? ¿Podemos ser los mismos si todo cambia, o somos los mismos a pesar de cualquier cambio?
¿Cuánto de utopía tiene pretender cambiar todo de una vez? El cambio tiene sus tiempos, sus procesos. El cambio es algo orgánico porque está vivo. Tal vez la clave sea cambiar con el cambio.
Resistirse al cambio es como querer congelar el agua del río para bañarse siempre en las mismas aguas.
Cambio es revolución, y ninguna revolución puede ser amable, confortable, cómoda.
Si no cambias con el cambio un día abrís los ojos y ves que todo cambió, y ahí estás perdido en lo desconocido. El cambio es una cuestión de tiempo.
De tanto mover el árbol al final la fruta siempre cae. Y cuando el cambio llega no deja lugar a dudas. Cambia todo, arrasa, transforma, muta. El cambio es la esperanza en la desesperanza.
De tanto mover el árbol al final la fruta siempre cae. Y cuando el cambio llega no deja lugar a dudas. Cambia todo, arrasa, transforma, muta. El cambio es la esperanza en la desesperanza.
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